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    ALBERTO BARRERA TYSZKA: La multiplicación de los cochinos

    Si los funcionarios del Gobierno usaran el Metro, no habrían hecho el ridículo
    acusando de saboteadores políticos a unos simples ciudadanos.

    La multiplicación
    de los cochinos

     

    Al primero, lo vi en la farmacia. Estaba de pie, a un costado de la caja registradora.

    Parecía ausente. Como si no lo afectara demasiado el movimiento que había en el lugar: dame dos jeringas, ¿tienen prednisona?, estoy buscando un gel para el salpullido.

    Él permanecía ensimismado, mirando un anaquel lleno de preservativos. Parecía un cerdito nihilista. Era azul.

    Después, empecé a verlos en todos lados y a cada rato. Sentí que, por fin, la gran invasión tantas veces anunciada, había llegado. La famosa invasión marrana, asimétrica y de cuarta generación, ya estaba aquí.

    En plena mitad de noviembre.

    Cochinos verdes, grises, rojos y rosados, también morados, hasta marrones y casi negros, algunos incluso con dos colores, como si fueran un raro injerto, otros con las narices desteñidas. Todos, eso sí, de gran tamaño. Enormes. Pero con la o estirada. Enooormes. Cuando detuve el carro frente a la caja de un estacionamiento, apareció de pronto uno frente a mí. Estaba amarrado con alambres, pero me miraba fijamente. Estaba tan cerca, sentí que podía besarme. Un beso puerco. Casi parece el nombre de una película española.

    Comencé a imaginar la ciudad tomada por estos animales plásticos. Vi a un fiscal de tránsito, agitando las manos en una esquina, con un silbato en la boca y un cochino amarrado, a la manera de un koala, en la cintura. Vi también a un árbitro en el estadio dejando cuidadosamente un cerdo colorado junto a la almohadilla de la tercera base. Justo después de una rueda de prensa, imaginé a un ministro sacándose del bolsillo un puerquito verde y pasándoselo por delante a todos los periodistas presentes.

    Vi a miles de ciudadanos usando cachuchas con la forma de un marranito echado; todos deambulaban por las calles, saludándose siempre con breves y sugestivas inclinaciones de cabeza. Soñé la fatalidad de un secuestro express en el que todos los delincuentes estaban armados con jamones de cañón corto y con chuletas 9 milímetros.

    Si yo fuera Jorge Giordani, me preocuparía. Por supuesto que yo no soy un experto económico. Tengo la aritmética del sentido común. Creo que no sólo hay que evaluar las cifras de la macroeconomía sino que también, a veces, resulta saludable mirar la calle y ponderar otros síntomas. Por ejemplo: si los funcionarios del Gobierno usaran el Metro de Caracas, aunque fuera una tarde al mes, no habrían hecho el ridículo acusando de saboteadores políticos a unos simples ciudadanos hartos de las fallas del servicio.

    Lo mismo pasa con la economía. No está de más que Giordani y que Merentes, que suelen ser unos optimistas a toda prueba, que siempre nos dicen que todo está bien, se dieran una vueltecita, caminaran un rato, vieran con sus propios ojos nuestro festival de alcancías. Este año, los cochinos llegaron antes que las gaitas. Este año, los cochinos llegaron antes que el amigo secreto. Eso también debería ser un indicador económico.

    ¿No podríamos hacer de los cerdos un valor estadístico? ¿Cuántos cerditos caben entre las promesas del Gobierno y las necesidades del pueblo? El discurso oficial lleva demasiados años prometiéndonos el paraíso. Repiten que seremos una potencia. Dicen que aquí hay petróleo y gas como zancudos. Tenemos tanto dinero que podemos ser solidarios con nuestros hermanos del continente. Aquí todo el mundo va a tener trabajo, vivienda, seguridad…El socialismo es ganarse la lotería con el número de la cédula de identidad.

    Pero, al mismo tiempo, el discurso oficial no hace más que satanizar cualquier riqueza, toda la riqueza. Vivimos en un proceso de constante generalización del mal.

    No hay unos constructores que han especulado y delinquido y que, por tanto, deben ser juzgados por la ley. No. Se trata de todos los constructores, de toda la industria de la construcción, de todo el sistema. El Gobierno cree que la destrucción es un acto de justicia.

    Somos un país rico que piensa que toda riqueza es ilegítima. Nuestra identidad también necesita un diván.

    Debemos desear y despreciar lo que tenemos, lo que somos. Nos gobierna una élite que pretende convertirse en Estado, que sataniza el dinero pero que habla y dispone del dinero de todos como si solo fuera suyo. Este podría ser la utopía de algún salvaje neoliberal: un poder sin controles.

    Merentes dice que “Venezuela ya entró en la senda de recuperación del crecimiento”. Giordani asegura que “hay una clara tendencia de reversión de la caída de la economía”. Pero, en la calle, el paraíso se ve cada vez más lejos. Hay reclamos, protestas, paros. Estamos invadidos. En la calle sólo vemos la multiplicación de los cochinos.


    ALBERTO BARRERA TYSZKA
    abarrera60@elnacional.com
    Política | Opinión
    EL NACIONAL

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