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    RETUITEANDO: Para atrapar al hombre invisible

    El reportero Enrique Hernández salió la mañana del 30 de setiembre de 1978 de la redacción de su diario después de pasar toda la madrugada vigilando los sobresaltos de una Caracas que desde esos tiempos aportaba bastante caudal sanguíneo a la crónica roja.

    Antes, como de costumbre, se
    hizo con un ejemplar del día…

     

    Ya el sol calentaba cuando llegó a la avenida. Un mes atrás el mundo había seguido paso a paso los últimos momentos de Pablo VI. Por eso, cuando Hernández, popularmente conocido como “Roseboro”, (nada más por su cierto parecido con el famoso cátcher de los Dodgers, pues jugando pelota era bien maleta), leyó en el diario en grandes letras rojas y a ocho columnas “Murió el Papa”, emprendió parsimoniosamente el regreso con la idea de cambiarlo.

    ­Me llevé un periódico viejo­ dijo en el archivo, y le entregaron, doblado, otro ejemplar que esta vez puso bajo la axila hasta llegar a su casa. Al desplegarlo, contempló atónito el mismo titular: “Murió el Papa”. Claro, cómo podía imaginar el bueno de “Roseboro” que aquel pontífice cero kilómetro, el bonachón Juan Pablo I, de quien era dable esperar un largo y fructífero papado, había muerto sorpresivamente en su lecho cuando tenía sólo 33 días en el cargo.

    Traigo a colación la anécdota porque últimamente tengo la sensación de estar padeciendo de un equívoco que bien pudiera bautizarse como el “Síndrome Roseboro”. La prensa repite las mismas noticias, los mismos titulares, como si el país estuviera montado en una “caminadora”, repasando la misma faena, cumpliendo una rutinaria calistenia que lo agita, lo cansa, lo agota, pero no avanza un milímetro. Los diarios del día, unas veces más y otras menos, parecen ejemplares atrasados, puros periódicos de ayer. Si esto fuera un programa de radio aquí tendría que ponerse enseguida a Lavoe con su famoso éxito.

    Hay casos de casos, pero en fechas recientes ninguno supera este insólito ritornello mediático: “Se fugó el jefe de la banda de Los Invisibles”. Sí señor, en las narices de todos, sin que nadie lo sintiera, lo olfa- teara ni mucho menos lo viera, se nos acaba de fugar ¡otra vez! este peligroso sujeto.

    Todas las fuerzas vivas (vivos es lo que sobra) han exclamado: ¡Pero cómo puede ser esto! Y es que, mire usted, al tipo lo agarran, se fuga, lo vuelven a agarrar, se nos vuelve a fugar, agarran el hermanito, se nos fuga el hermanito, que es el invisiblito. Y así en una saga interminable que tiene boquiabierto, estupefacto al país. Si esto fuera un programa de radio, habría que poner enseguida a Willie Colón cantando “qué será, que será, que será..” Uno dice, comprensivo, “Okey, okey, ya sabemos que el país es una guachafita completa, pero en cosas como esta debería haber un poquito de seriedad.”.

    El gran lío está armado en las más altas esferas del gobierno, muy alto, bien alto, para arriba de la famosa verruga y no es para menos. Estamos quedando muy mal ante un planeta expectante por nuestro futuro reactor nuclear. Se sabe que es una cosa chitiquica, mínima, una vainita así, pero reactor es reactor. Y, epa, Obama, lo sabe y está ojo avizor. Ah, bueno.

    El supremo jefe de todas las cárceles está declarado en emergencia y carga a la espalda un termo de café negro con brandy y limón para no dormirse. ¡Así estará la cosa! Lo primero que hizo fue llamar al viceministro del ramo: ­¡Pero cómo es posible que se nos haya vuelto a fugar el jefe de los Invisibles! ¡Estamos dando la cómica! ¡Usted me averigua esa vaina y me responde con su cargo! La cadena fue bajando, escalón por escalón, hasta llegar al responsable del calabozo, donde había estado “el invisible”.

    El funcionario, de una cachaza endógena, no se inmutó: ­Chamo, la celda tenía como tres días vacía, pero como el hombre tiene fama de invisible, yo creía que todavía estaba ahí..

    Esto no puede seguir así. Y la pregunta obligada es cómo entre tanta luminaria extranjera, tanto brillante asesor, con tan eficiente sala situacional no hay alguien a quien se le haya ocurrido una solución terminante, como rociar al tipo con pintura fosforescente y hundirle hasta las cejas un sombrero de charro, más una cachimba y unos lentes oscuros. Esa facha tiene que llamar la atención ¡porque sí! hasta al carcelero más despalomado.

    Otra es colocarle una alarma sonora como aquellos zapatos llamados “maqueros”, (de El Maco) muy famosos en Margarita en los años 40 y sin los cuales era imposible dar un paso que no estuviera acompañado por un fastidiosísimo “cuic, cuic, cuic”.. Perdonen el empirismo pero el hombre invisible no puede seguirse burlando de nosotros.

     ¡Basta ya..!

    Cualquiera que vea al Jefe de Los Invisibles puede llamar al 1-800-INVISIBLE

    Por: GREGORIO SALAZAR

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