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    IGNACIO ÁVALOS GUTIÉRREZ: La ciudad de las motos

    (“Escrito bajo un momentáneo
    ataque de pesimismo…”)

     

    Caracas es, hoy en día, una infraestructura principalmente construida entre los años cuarenta y sesenta que, además de obsoleta, no alcanza ya para tanta gente. Es ciudad de servicios públicos que mal atienden a sólo una parte de los habitantes y en donde recoger la basura se ha que convertido en uno de los mayores desafíos para quienes la gobiernan. Es lugar de concreto, con escasas áreas verdes y con poca noción del espacio público. Es más de 3.000 barrios en donde amanece y anochece la mayor parte de sus habitantes fabricándose su vida a punta de sudor y lágrimas, también en medio de la sangre. Es cientos de urbanizaciones, hechas de calles cerradas y viviendas enrejadas, custodiadas por vigilantes, como si la seguridad fuera sólo para quienes pueden pagarla. Es 2 ciudades que se comunican apenas lo indispensable y que si no fuera por el Metro, no se conocerían. Es una gran economía subterránea, pero, paradójicamente, muy visible, que funciona a cargo de empresarios nómadas que le echan bola en nombre de sus hijos, mientras los gobernantes no saben qué hacer con ellos. Es sitio que se ha ido haciendo como si no hubiera niños, tampoco ancianos. Es el Guaire, objeto eterno de promesas incumplidas por funcionarios que lo juran con pinta de balneario en un futuro cercano que se hace cada vez más lejano. Es tragedia apenas llueve.

    Caracas es la Gran Misión Vivienda como política imposible.

    Es un carro por cada cinco personas, un tráfico endiablado en todos lados y a toda hora. Es un infierno para los peatones. Es smog espeso y dañino que nubla el cielo. Es cada vez más personas haciendo pipí en la calle. Es transporte público precario, derrotado en todas las batallas por el automóvil particular. Es violencia y zozobra, por no decir susto; un número impresionantes de muertos y heridos, también de robos y secuestros. Es la plaza pública sustituida por el centro comercial. Es casi 5 millones de habitantes, puestos en un abigarrado escenario en el que el telón de fondo es una individualización extrema, con cara de anomia. Es déficit de ciudadanía. Es olvido en la revolución bolivariana. Es 5 alcaldes que la mal gobiernan, cada uno pendiente de su pedazo de ciudad, sin visión integral, a cuenta de la polarización política y en desmedro de nuestra vida en ella.

    Caracas es todo lo anterior, pero es también, y en gran medida, sus motorizados. Es miles de motorizados terciando, con ventaja y alevosía, en el tráfico cotidiano.

    Es miles de motorizados, percibidos como responsables de la anarquía, como si los demás fuéramos suizos. Es miles de motorizados que han transformado a los automovilistas en sus enemigos de clase. Es miles de motorizados que cumplen funciones imprescindibles en una ciudad cada vez más disfuncional y representan la opción del trabajo rápido en una ciudad que todo lo hace cada vez más lento. Es miles de motorizados tratando de ganarse la arepa, condenados a soportar la carga que significan los colegas que prefieren el atraco. Es miles de motorizados arriesgando su vida, entre otras cosas, por su propia imprudencia. Es miles de motorizados que, en verdad, son más síntoma que causa del desmadre citadino.

    Caracas es, en fin, una ciudad habitada por gente cada vez más incomodada con ella, con ganas de irse a otra parte.

    Harina de otro costal En las recientes elecciones peruanas, al menos la mitad de la gente fue puesta (o se puso) en condiciones de tener que votar por el mal menor. Fue a votar por aquel candidato que, respecto al otro, le daba más seguridad de que no iba a hacer lo que se sospechaba que podía llegar a hacer: la una, gobernar como su padre, el otro gobernar al estilo de la vieja izquierda. Triste dilema político en el que la historia colocó a Perú. Ganó Humala y tendrá, pues, que cumplir su promesa: no gobernar como Chávez, sino como Lula.

    Sería lamentable que, el año próximo, a los venezolanos nos pusieran (o nos pusiéramos) en la situación de tener que votar por el mal menor. Lamentable, digo, porque la política es el arte de despertar la esperanza. Y mal menor no es esperanza. Es resignación con semblante de “autosuicidio”.


    Por: IGNACIO ÁVALOS GUTIÉRREZ
    iavalosg@cantv.net
    Política | Opinión
    EL NACIONAL

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