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    HomeElecciónesCOLETTE CAPRILES: Ese color, esa consigna

    COLETTE CAPRILES: Ese color, esa consigna

    “Ese estribillo que unía, se fue
    al basurero de la historia…”

     

    La naturaleza aborrece el vacío y los seres humanos aborrecemos la incertidumbre, que es su equivalente cognitivo. La ambigüedad, la indefinición o la confusión son situaciones para las que el cerebro está siempre produciendo soluciones, es decir, recomponiendo los datos disponibles para darles sentido. El cerebro es como una fábrica incesante de teorías de la conspiración, en la que distintos eventos se encadenan para proporcionarnos una experiencia de continuidad cognitiva, a través de una estructuración causal (o al menos con la apariencia de causalidad) que ordena (y, modestamente, trata de explicar) los acontecimientos.

    Quizás la política, en el sentido de relato o “narrativa” sobre el poder, cumple exactamente esa función tranquilizadora. De modo que cuando los hechos o las experiencias colectivas desbordan el marco explicativo que puede ofrecer la política, quedamos a merced de nuestra propia manufactura teórica, bastante artesanal en muchos casos, para dar cuenta de lo que pasa y tratar de sustraernos al principio de incertidumbre. Así, ocurre que ciertos episodios francamente irracionales o inesperados, que no pueden ser integrados a la lógica política, no son admitidos como acontecimientos singulares (lo que no resolvería la incertidumbre de la que nos queremos deshacer), sino que se les adjudica una racionalidad oculta y una lógica de la confabulación. Siempre hay quien recurre a la versión básica de la teoría de la conspiración, a saber, que existe algún centro oculto y omnisciente, urdido panópticamente, para ver todo sin ser visto, del que emana una estrategia maestra según la cual todo está previsto y milimétricamente orquestado, quizás desde hace años.

    En lo público, en lo político, hay fortuna e infortunios.

    Maquiavelo lo enseñaba, y en realidad seguía a los antiguos, que entendían la prudencia o el juicio práctico como una habilidad para la incorporación de lo imprevisible dentro de un esquema general, pero no definitivo, de las cosas humanas, es decir, políticas.

    Lo verdaderamente asombroso es que en este país gobernado por ocurrencias -según la acertadísima expresión de Raúl González Fabre en su esclarecedor artículo “Socialismo a la venezolana, cinco problemitas”, cuya vigencia sigue intacta desde su publicación en la revista SIC, en marzo 2007-, lo que aparezca en algunas superficies de la conciencia colectiva sea precisamente lo contrario: la impresión de que se cumple la obsesión planificadora y el control totalitario propio del socialismo científico o “computacional”, como podría llamársele ahora, y de que en consecuencia, lo que aparece como infortunio, eventos inesperados y dinámica aleatoria propia de la vida humana, sea interpretado – contra los hechos mismos- como el resultado de una voluntad política innominada. Claro que bajo la sombra de la amenaza y de las prácticas de abuso de poder, nada más natural que sentir que la propia vida está subordinada a otra voluntad difusa. Tal es la experiencia de los regímenes autoritarios.

    La acción del gobierno, reducida en estos días a una incesante exhibición de la enfermedad presidencial, pero que se construye a la vez como negación de esta misma enfermedad, es como la cumbre de la ambivalencia y de la incertidumbre, lo que parece evocar en muchos la idea de que luce simplemente como el escenario visible de una tramoya orquestada desde algún sótano habanero.

    Las nuevas directrices emanadas del líder en proceso de renacer (lo que es en sí mismo un oxímoron, una imposible conjunción de vida y muerte) borran las minúsculas certezas identitarias: ese color, esa consigna, ese estribillo que unían, quedan ahora redirigidos al basurero de la historia. Esto tiene un costo que se pretende cancelar con las presuntas ventajas asociadas a la reinvención de un chavismo transpolítico y místico, pero la realidad es que tiene un alto precio: más puede la sed de certezas, más puede el horror vacui que la promesa de un culto ultraterreno.


    Por: COLETTE CAPRILES
    cocap@elnacional.com
    Política | Opinión
    EL NACIONAL

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