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    ARMANDO DURÁN: Venezuela en transición (I y II)

    Venezuela en transición

     

    Durante las últimas semanas, la palabra “transición” parece haberse puesto de moda en Venezuela. ¿Por qué? ¿Porque es la expresión natural de un renovado optimismo colectivo en el futuro? ¿O acaso porque en estos años nuestro proceso político ha permanecido misteriosamente quieto, inmóvil, sin cambio alguno, y ahora, ante las incertidumbres que genera la enigmática enfermedad presidencial, se presiente de golpe un cierto movimiento hacia la restauración de la democracia como sistema político y como forma de vida? ¡Ay, Galileo-Galilei! Lo cierto es que nada deja de moverse nunca.

    De ahí que la verdadera pregunta que debemos formularnos no es si Venezuela está en transición, porque siempre lo ha estado, sino hacia qué nuevo destino nos dirigimos ahora. La incógnita a despejar va incluso más allá. ¿Estamos en realidad inmersos en una nueva etapa de la transición que comenzó en 1998 con el triunfo electoral de Hugo Chávez o más bien nos hallamos al borde de un súbito punto de quiebre? En 1998, la etapa histórica que se había iniciado 40 años antes con el derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, llegaba a su fin. Las candidaturas imposibles de Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero eran expresión cabal de esa decadencia irreversible del sistema. Arrojar a última hora por la borda esas dos candidaturas para correr a echarse en brazos del gobernador Henrique Salas Römer fue el último acto desesperado de Acción Democrática y Copei (partidos que lo habían sido casi todo pero que ya no eran nada) como recurso oportunista para intentar conservar al menos un hilo de vida política en medio de la tormenta inevitable que anunciaban las trompetas de Hugo Chávez.

    Aquella experiencia dio lugar a una situación inaudita. Asesorado por dos hábiles estrategas políticos, Luis Miquilena y José Vicente Rangel, Chávez había abandonado el infructuoso camino de las armas y había decidido emprender una larga circunvalación electoral. Gracias a este cambio de rumbo estratégico, llegaba finalmente a Miraflores, pero atado de pies y manos. El punto que desde hacía muchos años veía en el horizonte seguía allí, pero por ahora, las formalidades democráticas al que lo condenaba irremediablemente el origen electoral de su poder, parecía convertir su búsqueda de una ruptura histórica definitiva en un objetivo en apariencia inalcanzable.

    Si el 4 de febrero Chávez hubiera conquistado Miraflores a fuerza de cañonazos, el fuego de las armas y la sangre derramada le hubieran despejado al camino al poder absoluto que buscaba. Su derrota militar aquel día, en cambio, lo había obligado a jugar en el tablero de la política y ahora, paradoja fatal del momento, si bien salía del campo de batalla como triunfador indiscutible del enfrentamiento contra sus adversarios, debía renunciar a su proyecto revolucionario y someterse al imperio indeseable de la Constitución y las leyes dictadas, precisamente, por quienes él nunca ha dejado de considerar sus enemigos.

    Se trataba de una contradicción inadmisible y contra ella se alzó Chávez el mismo día de su toma de posesión, primero cuando juró su cargo sobre “esta moribunda Constitución”, y horas más tarde, ya como Presidente, al firmar el decreto que convocaba al pueblo a decidir en referéndum la elección de una Asamblea Constituyente, no para reformar la Constitución de 1961, sino para darle a Venezuela un fundamento jurídico totalmente diferente, que le abriera el camino para llegar adonde ha venido llegando sin necesidad todavía de recurrir a las armas ni a la aplicación abierta de la violencia física.

    Pocos días después, Cecilia Sosa, presidente de la Corte Suprema de Justicia, completaría la jugada, al avalar la tesis inconstitucional de Chávez sobre el poder soberano del pueblo para convocar la elección de una Asamblea Nacional. Por último, los partidos políticos de oposición, a pesar de controlar la mayoría de los escaños parlamentarios, autorizaron a Henrique Capriles, entonces presidente de la Cámara de Diputados, para aceptar sin chistar la disolución del Congreso solicitada por Chávez y su sustitución inmediata por un “congresillo” constituido por unos pocos representantes seleccionados a dedo por la recién electa Asamblea Nacional Constituyente, dominada en 95% por el chavismo gracias a la eliminación del sistema electoral vigente todavía de la representación proporcional.

    Aquella doble e inexplicable rendición de las fuerzas opositoras selló la suerte de la democracia en Venezuela y le permitió a Chávez comprender la real magnitud de su victoria. La transición pacífica al socialismo no sería sencilla, ya lo veremos, pero estaba en marcha.

    II


    Decíamos la semana pasada que el gran obstáculo que representaba para Hugo Chávez el origen electoral de su mandato quedó en gran parte superado con la entrada en vigencia de la Constitución de 1999, redactada por la mayoría abrumadora de chavistas, que ocupaban 124 de los 131 escaños de la Asamblea Nacional Constituyente.

    Ese paso, sin embargo, no era ni remotamente suficiente para satisfacer las necesidades que le imponía su proyecto. Para conquistar esa cima, todavía muy distante que se asomaba en el horizonte de su sueño revolucionario a la cubana, era imprescindible proceder de inmediato a la aprobación de un cuerpo de leyes y de decretos-leyes que transformaran, de manera radical, los fundamentos ideológicos y funcionales que hasta ese día definían la estructura del Estado y de la sociedad, en el marco de una legalidad democrática que ahora era preciso sustituir por otra.

    El primer error de Chávez fue no comprender que los mangos aún no estaban maduros. Mucho menos que los ciudadanos de a pie, sin necesidad de los viejos y desmantelados partidos de la llamada Cuarta República, pudieran reaccionar como lo hicieron. Primero contra la reforma educativa bajo el lema “Con mis hijos no te metas” y, después contra el paquete de decretos redactados en secreto al calor de la Ley Habilitante de aquel año.

    Estas protestas culminaron trágicamente el 11 de abril del año siguiente, con la marcha de más de medio millón de venezolanos, convocados por las nuevas fuerzas políticas de la oposición, la CTV, Fedecámaras y los medios de comunicación, con el auspicio de los partidos políticos y de la Iglesia católica, para exigirle a Chávez su renuncia.

    Chávez cometió entonces su segundo y más dramático error.

    En lugar de ordenar una retirada táctica y eludir con esta maniobra la contundencia que estaba adquiriendo la protesta civil, pensando quizá que Fidel Castro había aprovechado el desembarco militar de sus enemigos en Bahía de Cochinos para implantar en Cuba de repente un régimen comunista al estilo soviético, decidió precipitar los acontecimientos y acelerar el estallido de la crisis política y militar que se venía gestando. En primer lugar, nombró una nueva y roja rojita junta directiva de PDVSA; después, cuando la oposición convocó una manifestación para repudiar el desafuero, el domingo 7 de abril, en su programa “Aló, Presidente”, utilizó el anuncio de la protesta para despedir destempladamente, Fulano de Tal, silbatazo burlón, Fuera, a un grupo de gerentes y técnicos petroleros de alto nivel.

    El complemento de esta provocación fue la decisión presidencial de reprimir, hasta con la activación del Plan Ávila, la manifestación programada. Y, por supuesto, pasó lo que tenía que pasar, un sobresalto histórico que le costó la vida a una veintena de ciudadanos inocentes y que a Chávez casi lo saca de la Presidencia. Este fue un suceso con desenlace no previsto, porque en Miraflores se tenía una confianza ciega en la lealtad de los mandos militares. Por eso, ante la magnitud del peligro que ciertamente había corrido y ante la urgencia de reacomodar cuanto antes las muy dispersas piezas del rompecabezas nacional, al recuperar el poder la madrugada del 14 de abril, Chávez dio por fin un paso atrás. Todos recordamos su imagen de entonces, crucifijo de pecador arrepentido en las manos, admitiendo públicamente sus errores y prometiendo rectificarlos uno a uno. Y para que sirviera de garantía de su buena fe, allí mismo restituyó en sus cargos a los directivos, gerentes y técnicos de Pdvsa destituidos de sus cargos por razones exclusivamente políticas.

    Ese paso atrás, escribí en mi libro Venezuela en llamas, le devolvió momentáneamente la calma al país y José Vicente Rangel explotó la situación a fondo con una frase irreprochable: “O nos entendemos o nos matamos.” Mientras tanto, la popularidad de Chávez repuntaba en todos los sondeos de opinión y a los pocos días se montaba un supuesto gran diálogo nacional sobre el presente y el futuro de Venezuela. Era, en definitiva, la única respuesta sensata capaz de zanjar las contradicciones políticas e ideológicas que habían convertido a Caracas en un brutal campo de batalla. Si con los sucesos del 11 de abril los venezolanos habían estado a punto de ser víctimas de los estragos devastadores de una guerra civil, la única manera de conjurar esta amenaza era aprovechar la nueva actitud de Chávez para buscar y encontrar acuerdos y consensos capaces de remendar los jirones en que estaba desecha la sociedad civil y el estamento militar.

    Lamentablemente, Chávez no hablaba en serio.


    Por: ARMANDO DURÁN
    Política | Opinión
    EL NACIONAL


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