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    CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ: Secretos de la felicidad



    ¡A los gringos les gusta la Coca-Cola,
    a nosotros nos gusta la muerte…!

     

    En nuestro país el bombardeo al comercio y el consumo forma parte del odio contra la iniciativa privada.

    En la guerra de Afganistán, un terrorista declaró: “los norteamericanos nunca podrán ganarnos. Mientras a ellos les gusta la Coca-Cola, a nosotros nos gusta la muerte”. Afganistán era -es- una de las naciones más pobres del planeta, en la que se vive al límite de lo humano. Cierto: a los talibán les gusta la muerte, en la misma medida que golpear y torturar a las mujeres. En esos días se publicó un video casero de la paliza que le propinó la Policía de la Moral a una joven a la que se le corrió el velo en la calle. La arrojaron en un sótano y allí murió cubierta de cucarachas. Su cuerpo estaba tan magullado “que no se sabía si estaba vestida o desnuda”.

    Muchos intelectuales, estudiantes y profesionales ven el comercio y su gemelo inseparable, el consumo, como síntomas de decadencia, reblandecimiento, y escasez de valores, tal como decía el joven talibán. El sedentarismo, la obesidad y la dependencia del automóvil, el konfortismo del que habla Sombart en las sociedades occidentales.

    El comercio y el consumo son para ellos estigmas de la sociedad abierta, patologías colectivas y no una práctica civilizatoria esencial que ha impulsado las grandes empresas de la aventura humana.

    Hoy frente a una anacronización sistemática, a la exhumación criptocomunista, en nuestro país el bombardeo al comercio y el consumo forma parte del odio contra la iniciativa privada en general y contra la propia idea de la libertad individual.

    Ha tomado cuerpo que el consumismo, el disfrute del confort, el placer y la belleza, son afrentas egoístas para otros que no tienen las mismas posibilidades. Utilizan categorías de Rousseau y Marcuse sobre la contradicción entre necesidades artificiales que crea -en su jerga valetudinaria- “el capitalismo”, sobreimpuestas a unas necesidades verdaderas que serían las propias de la austeridad, de la “vida buena”.

    El señalamiento ético pretende generar culpa: los pobres no pueden satisfacer sus necesidades básicas, porque los explotadores viven en el consumo suntuario. Las necesidades verdaderas serían las de la sobrevivencia, comer, dormir, reproducirnos y protegernos de la intemperie, es decir, las que nos acercan a la bestia, mientras las artificiales, desde oír música, usar perfumes, aire acondicionado, tener un BB, tomar vino o ir al teatro, hasta comprar un sofá de diseño o viajar, son las que nos humanizan.

    Es gracias a los bienes construidos por el hombre, a la sociedad de consumo, que tenemos sociedades desarrolladas material y culturalmente y seres humanos creadores con obras maravillosas. Al contrario de semejantes mojigangas, mientras más amplio es el consumo suntuario de cualquier sociedad tomada al azar, más y mejor satisfechas estarán sus necesidades básicas.

    La imprecación de la industria cultural intenta trasladar a las redes de distribución de la cultura la misma valoración que cualquier otra actividad “capitalista”: producción de “plusvalía”, explotación del trabajo y manipulación de los consumidores. Lo que da acceso a sectores masivos a las grandes manifestaciones del arte: la televisión, el cine, los medios de comunicación, los DVDs, IPOD, el BB, los libros, verdaderas bendiciones posmodernas, son alienaciones en beneficio de los “mercaderes”.

    El criptocomunismo considera el comercio algo prescindible, una especie de enredadera viscosa de especuladores, que “encarece la producción”. En su escala de odios el comercio está junto con los bancos, víctimas propiciatorias hoy de “indignados”.

    Si no han procedido directamente a estatizar las principales redes comerciales privadas en Venezuela, que distribuyen cerca del 60% de los alimentos, es porque la experiencia del gobierno resulta suficientemente catastrófica (“Pudreval”) como para desconocer que si lo hicieran, se arriesgarían a un desabastecimiento masivo.

    En su profética obra, La paz perpetua, Kant dice que “el espíritu comercial no puede coexistir con la guerra, y tarde o temprano se apodera de cada pueblo”. Según los grandes defensores de bellum en Alemania a comienzos del siglo XX, entre ellos Werner Sombart, Oswald Spengler, Karl Junger, el espíritu comercial domestica los pueblos, los hace sumisos y decadentes.

    Desprecian que la cotidianidad del mercader lo indispone al sacrificio máximo, a derramar la sangre, a dar la vida por la causa patriótica. Disfrutar de objetos útiles bellos, agradables, la buena comida, no es la felicidad pero ¡cómo ayuda!

    Desde Atenas y Esparta, los países mercaderes siempre le parten la madre en las guerras a los belicosos.


    Por: CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ
    Politica | Opinión
    EL UNIVERSAL
    sábado 18 de febrero de 2012

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