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    Alto Paragua: En las minas la fuerza sustituye la legalidad (I, II)

    Los riesgos de la explotación por aluvión incluyen deslizamientos de tierra que pueden ser mortales.

    Continúa la explotación ilegal 
    de oro en el sur de Bolívar

     

    Los más diversos negocios ilegales surgen alrededor de la explotación del oro

    Líderes de la etnia pemón que controlan la bulla de Tonoro desconocen la autoridad militar en la zona.

    Los seis homicidios ocurridos el 9 de febrero por un enfrentamiento entre bandas de mineros permanecen impunes.

    Alexis Romero, máximo líder de la comunidad pemón del Alto Paragua, atravesó el puesto de control militar que está ubicado en el salto de Uraima acompañado de dos jóvenes que le servían de escoltas; uno de ellos portaba una escopeta. De ese modo, el cacique reafirmaba su autoridad sobre la zona, aunque ello significara un desafío al Ejército.

    En ese mismo sitio, el 31 de octubre de 2011, los indígenas sometieron, desarmaron y detuvieron a 23 soldados. La desventaja en que se encontraba ahora Romero para enfrentar a un pelotón armado con fusiles de guerra permitió a los militares apostados en Uraima vengar la humillación que habrían sufrido 3 meses antes.

    La mina Tonoro está bajo el exclusivo control de los indígenas pemón.

    El escolta fue desarmado y un anciano pemón terció en el altercado: “¿Por qué no terminan de entender que estas tierras son nuestras y que aquí gobernamos nosotros?”.

    Furioso, el cacique tomó una curiara y se trasladó hasta la comunidad Manareken para reportar el incidente vía radio y activar los planes de contingencia contra cualquiera que pretenda entorpecer la explotación de oro en la mina Tonoro, la cual permanece bajo exclusivo control de los indígenas.

    “Cada quien sabe lo que tiene que hacer. No vamos a permitir más atropellos”, advirtió.

    La tensión entre indígenas y militares por el control de las minas ha convertido el Alto Paragua en zona de permanente conflicto. A 300 kilómetros de Ciudad Bolívar la fuerza sustituye la legalidad y nadie está dispuesto a ceder.

    Tierra arrasada:

    En el recorrido fluvial desde el pueblo La Paragua hasta Tonoro, el paisaje va creciendo en exhuberancia. Los manglares se hunden y emergen grupos de piedras, cada vez de más variados tamaños y formas. Con el ascenso, el río y los árboles se agrandan. La sensación de armonía se consolida con la alegría del niño indígena, que sonríe y saluda a los pasajeros de la curiara. Al lado del muchachito, un cerdo limpísimo bebe agua en el centro de un remolino de mariposas amarillas.

    Todo cambia abruptamente al llegar al embarcadero de Tonoro, la entrada de la mina que controlan los pemón. Varios indígenas armados con escopetas y vestidos con franelas negras que los identifican como agentes de seguridad interceptan a cualquier extraño. Aunque tenga la autorización de los líderes de la comunidad, el que no sea indígena debe permitir la revisión de sus documentos de identidad y ser fotografiado con teléfonos celulares.

    Para llegar a la mina hay que recorrer un estrecho camino de aproximadamente un kilómetro. El verdor del bosque se acaba cuando se llega al campamento de ranchos, en su mayoría recubiertos con plástico negro, donde están instaladas las viviendas, los servicios y el comercio de todo tipo de bienes a precios exorbitantes. Se paga indistintamente con dinero o con oro: un tambor de combustible puede llegar a costar 10 millones de bolívares o 300 gramas (en la mina, el término gramo se utiliza en femenino); un kilo de carne, 300 bolívares o una grama; una caja de 10 pastillas analgésicas, 15 bolívares o media grama.

    “Aquí puedes encontrar de todo”, dice una joven pemón, mientras se tiñe el cabello de rojo frente al espejo. La peluquería que montó en el campamento de Tonoro se distingue por una galería de fotos de modelos rubios, de modo que los clientes indígenas escojan a quien quieren parecerse.

    En el centro del campamento hay una sucesión de huecos enormes y profundos, que dejan ver la tierra arrasada por la deforestación de aproximadamente cinco hectáreas. La anárquica destrucción del bosque se extiende tan rápida, progresiva e ilimitadamente como la desesperación que caracteriza la búsqueda, por lo general ilegal, de oro.

    “Así es este negocio”, resume un minero no indígena, sin demostrar culpa alguna por el impacto ambiental que causa la explotación por aluvión que se practica en el lugar.

    Sin corruptela:

    Obediencia, disciplina y subordinación. El liderazgo pemón parece haber tomado los principios que rigen en teoría la institución castrense, para tratar de convertir la mina Tonoro en un ejemplo positivo.

    El único vocero autorizado de la comunidad es el capitán Alexis Romero, pero está impedido de dar declaraciones a la prensa por orden del tribunal que lo procesa junto con otros cinco líderes indígenas, imputados de los delitos de sustracción de efectos de la Fuerza Armada Nacional y ataque al centinela, en relación con los sucesos del 31 de octubre de 2011.

    Romero estuvo preso en La Pica y ahora está en libertad condicional, por la intercesión de un sector del Gobierno que teme los efectos de una sublevación indígena en el sur del estado Bolívar.

    Sin embargo, en una especie de plaza central del campamento, Romero explicaba a los allí reunidos que es necesario cambiar la imagen que se tiene de la mina como epicentro de una maraña de delincuencia, vicios y corrupción: “Aquí no hay ni habrá corruptela”, como llaman a la zona de tolerancia para la prostitución y el tráfico y consumo de drogas, que forma parte de la estructura habitual de las minas.

    “Este es un proceso. Los cambios no van a lograrse de la noche a la mañana. Lo primero es reafirmar nuestros derechos sobre el territorio que nos pertenecen por derecho ancestral. Lo segundo es organizarnos para erradicar los vicios y las amenazas de los mafiosos.

    Luego nos ocuparemos del asunto ambiental; por ejemplo, de la propuesta que nos hizo la ministra (de Pueblos Indígenas) Nicia Maldonado de convertir los huecos que quedan en lagunas para criar peces”, razonaba el cacique ante los pemones que lo oían.

    Las mafias en las minas del Alto Paragua:

    “Desde hace diez años soy minero y nunca había estado en una mina de donde brotara tanto oro”, afirma el hombre que salió de Manasa, la bulla más reciente descubierta en el Alto Paragua, donde el 9 de enero hubo por lo menos seis muertos en un enfrentamiento entre bandas armadas.

    El individuo asegura que presenció los hechos: “Los 24, que son unos colombianos también conocidos como Los Negros, se enfrentaron con Marco Polo, que es ficha de Wilmito, el que era pran de la cárcel de Vista Hermosa. A punta de pistola, Los 24 estaban desalojando a la gente de las zonas de la mina donde había más oro; se metieron con uno de la banda de Marco Polo y al día siguiente se enfrentaron a tiros”..

    Ambos grupos delictivos son conocidos en todo el sur del estado Bolívar, pues se trasladan constantemente por la zona para apoderarse de las nuevas bullas mediante la fuerza y el terror.

    “Yo los he visto en Tumeremo y en el kilómetro 88. Nadie puede con ellos. Tienen tanto dinero que pueden pagarle a cualquiera para continuar mandando en las bullas”, afirma otro minero, que también estuvo en Manasa y 15 días después de los homicidios asumió el riesgo de regresar por picas abiertas en los bosques, ya que la mina permanece militarizada.

    El general del Ejército Julmer Román Yépez Castro, comandante de la V División de Infantería y Selva y del Teatro de Operaciones Número 5, no permitió el acceso de la prensa para ver en qué estado se encuentra la mina Manasa, pero negó que allí hayan muerto seis personas y que ahora esté siendo explotada por militares, como afirman algunos indígenas.

    “Entramos en las minas y destruimos los campamentos donde vive esa gente en condiciones infrahumanas, inhabilitamos los motores ­con disparos o con C-4, según relató un minero­ y cortamos las mangueras… todo lo que está previsto en la Ley Penal del Ambiente; pero la ley no permite la detención de las personas. A pesar de los puestos de control que tenemos en el río, ellos se meten por los caminos verdes”, confirmó Yépez Castro. El militar trató de explicar las dificultades que afronta para ejercer control militar en la zona minera: “Estamos hablando de 480 kilómetros cuadrados de selva”.

    La impunidad de los grupos delictivos instalados en las minas agrava la situación. Transcurrido mes y medio de las muertes en Manasa, el Ministerio Público no ha informado sobre los resultados de las investigaciones.

    Entre la suerte y la muerte:

    “Todo el mundo come de la minas”, dice el conductor de un vehículo de transporte público, y ofrece un ejemplo: “Estas navidades fueron buenas para La Paragua porque la mayoría del pueblo cogió para las dos últimas bullas y regresó con real”.

    Alrededor de la explotación del oro surgen los más diversos negocios que involucran a muchos más de los que se internan en la selva del Alto Paragua. “Por tres días, una semana o un mes, todo depende de la suerte”, afirma un muchacho de 17 años de edad, que procede del kilómetro 88 y está dedicado a la minería desde los 10 años. “Aquí se gana real, pero todo es muy caro. Con lo que me queda, me compro ropa y le mando a mi mamá”, dice el joven, después de una agotadora jornada de más de ocho horas, que ese día estuvo agitada por un accidente que se repite con frecuencia: dos hombres fueron tapiados por un alud de tierra, que casi los mata.

    El traslado de un lesionado o enfermo desde las minas del Alto Paragua hasta el hospital más cercano implica una travesía de más de cuatro horas en curiara.

    Un minero de 30 años de edad, oriundo de Barinas y que desde hace dos meses no ve a su familia, lo dice a su modo: “En las minas te puedes hacer rico en un momentico, pero en un momentico puedes quedar sepultado por un deslizamiento o por el balazo de un malandro que quiere todo el oro para él. Y también en un momentico puedes perder todos los reales que te ganas, si te metes en una corruptela ­ese el nombre que se le da a una especie de bar que existe en la mayoría de los campamentos­ y te enamoras de una prostituta”.

    El que procede del kilómetro 88 y el que viene de Barinas trabajan para un pemón que es dueño de dos “compañías”, como se denomina el equipo integrado por cinco mineros y una cocinera. El empresario proporciona las maquinarias (motores, bombas, mangueras), para lo cual hace una inversión de aproximadamente 35.000 bolívares y, además, costea la manutención de los empleados; se queda con 60% del oro extraído y el resto se divide en partes iguales entre los mineros y la cocinera.

    La mayoría de las viviendas que rodean la inmensa fosa que queda en el bosque después de la explotación de oro por aluvión parecen carpas de plástico negro. En algunas hay artefactos que ofrecen relativo confort, como cocinas, refrigeradores y televisores de pantalla plana. En la mina Tonoro, al lado de la antena de una compañía de televisión por satélite, se secaban unos huevos de iguana.

    El traslado de todo tipo de mercancías desde el pueblo de La Paragua (y a veces desde Ciudad Bolívar, San Félix e incluso Caracas) hasta las minas incrementa los costos, sobre todo de las que están indudablemente destinadas a la minería ilegal, como motores, combustible y mercurio. En el puesto de control militar localizado en el salto Uraima del río Paragua, un soldado da una explicación: “Todo eso lo metieron los mineros antes de que nosotros llegáramos aquí”.

    En la entrada de la mina Tonoro, el hombre que una vez por semana traslada 10 barriles, cada uno con 200 litros de gasolina, se justifica: “Vendemos cada barr il hasta en 8 palos ­8.000 bolívares­ por todo lo que tenemos que pagar en vacunas”.

    “No basta nacionalizar”:

    “Vamos a preservar la selva y los ríos. ¡Ajá! ¿Y qué vamos a hacer con los 50.000 mineros?”. La pregunta del antropólogo de la Universidad Nacional Experimental de Guayana, Sergio Milano, es un reto a los ecologistas, a la reconversión minera ensayada sin éxito por el Estado en 2005 y al Decreto Presidencial de nacionalización del oro, en vigencia desde agosto de 2011.

    “No se puede imponer un modo de producción. Es difícil imaginar a un hombre casi analfabeto interviniendo en igualdad de condiciones en la exploración o explotación desde una empresa mixta. No basta nacionalizar la industria del oro”, opina Milano.

    El investigador sostiene que el Estado debe ir más allá de la estigmatización del minero como depredador del ambiente: “Y no solamente contaminan, sino que se contaminan con el uso del mercurio, con una temeridad que llega al extremo de poner en peligro a sus propios hijos”.

    Para disminuir los estragos de la minería, Milano sugiere al Estado: precisar cantidad y ubicación, tanto de mineros como de territorios impactados; crear un banco estatal que compre el oro, previa regularización de la explotación; y aplicar un riguroso control del acceso a las minas, para detener el tráfico ilegal así como la proliferación de mafias.

    Pronósticos:

    Al ecocidio se suma el etnocidio.

    Las razones de los líderes indígenas del Alto Paragua para tomar la mina Tonoro están referidas extensamente en un documento suscrito el 25 de octubre de 2011, pero podrían resumirse en la demora gubernamental en la demarcación de los territorios que les pertenecen por derecho ancestral, sumado a las medidas que les impiden beneficiarse de los recursos del subsuelo, como el Decreto Presidencial 8413, mediante el cual se nacionaliza la exploración y explotación del oro.

    El reclamo no tiene nada que ver con la idea generalizada de que el indígena respeta la naturaleza y, bajo ninguna circunstancia, es capaz de destruirla.

    La antropóloga de la Universidad Experimental de Guayana, Nalúa Silva, ofrece una explicación: “En la mina se trastocan las relaciones sociales propias de los pueblos y comunidades indígenas.

    Lo público se privatiza y el afán de lucro individual sustituye la búsqueda del beneficio colectivo. La mina tiene un efecto devastador no sólo sobre la naturaleza, sino sobre las etnias. El resultado final es la pérdida de la identidad cultural y la desaparición del pueblo indígena como tal. Son procesos ecocidas y etnocidas”.
     

    Por: EDGAR LÓPEZ
    elopez@el-nacional.com
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