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    ARMANDO DURÁN: El Papa, Chávez y los Castro

    La religiosidad en la conciencia
    de un revolucionario socialista

     

    Tras una visita exclusivamente pastoral a México, el papa Benedicto XVI desembarcó hace una semana en Cuba, con propósitos que iban mucho más allá de un habitual viaje pontificio.

    El primer problema a afrontar durante esta gira era la reducida presencia de la Iglesia Católica en la vida cotidiana de un pueblo tradicionalmente católico como el cubano. El hielo lo había roto Juan Pablo II con su visita a La Habana hace 14 años, en el peor momento del llamado período especial. Ahora, de nuevo acosada Cuba por la crisis, y ante la creciente presión popular a favor de cambios sustanciales en la vida económica y política, se le presentaba al Vaticano la oportunidad de profundizar los logros alcanzados por la Iglesia cubana desde 1998, a cambio de un aval impreciso pero indiscutible a la gestión del gobierno que ahora preside Raúl Castro.

    Todavía resulta demasiado prematuro especular sobre los alcances reales que tendrá esta visita apostólica a Santiago de Cuba y La Habana, pero nadie pone en duda que con ella ha comenzado la auténtica reconquista católica de un territorio perdido a manos del ateísmo marxista y del poderoso crecimiento, auspiciado por el Estado cubano, de los cultos religiosos afrocubanos.

    En todo caso, el optimismo vaticano por los resultados de este viaje se justificaba, porque para el régimen cubano un aval papal, por difuso que sea, bien vale favorecer el deseo de la Iglesia de recuperar su importancia en Cuba. No se trata de una aldeana deformación ideológica de la revolución, mucho menos de una relativa reconversión religiosa de sus dirigentes, sino de una fría y calculada negociación entre dos Estados adultos que buscan, de común acuerdo, beneficios concretos para ambas partes. Dando y dando, como en cualquier sana negociación. Sin que en ningún momento se cuestione la naturaleza socialista y atea del Gobierno cubano, ni las convicciones teológicos del visitante. De lo que se trataba era de comenzar a levantar las barreras que le impiden a la Iglesia llevar adelante su labor apostólica, y llegar incluso a volver a hacerse presente en el sistema educativo de la isla, a cambio de asumir una discreta defensa de los derechos de Cuba frente a las reservas que aún despierta el régimen castrista en el mundo y frente al embargo de Estados Unidos, que en este punto de la historia ya no representa obstáculo alguno para el desarrollo económico de Cuba, pero sí conserva para Fidel Castro el extraordinario valor de una última batalla por ganar antes de morir.

    En el marco de las rigurosas negociaciones entre el Vaticano y La Habana para garantizar el éxito del viaje de Benedicto XVI, tan decisivamente importante para unos y otros, se presentó inesperadamente el deseo de Chávez, de tratamiento en La Habana, de reunirse con el Papa y recibir su bendición, un acto exclusivamente dependiente de su súbita y exagerada religiosidad para afrontar la amenaza cierta del cáncer que padece. Pero ni Benedicto XVI iba a Cuba a curar enfermos, ni el Gobierno cubano iba a permitir que Chávez, por mucha, incondicional y generosa asistencia económica que le brinde a la isla, fuera a distraer con su empecinado sentimentalismo religioso de estos meses el verdadero significado de un acto político como el que estaba a punto de ocurrir.

    Lo único que tenía importancia pragmática para Cuba era consolidar, con la ayuda de Benedicto XVI, el complejo proceso a lo largo del cual la Revolución cubana ha venido conquistando su legitimación universal. La contrapartida cubana, que comenzó hace un par de años con la lenta ejecución de un programa de pequeñas reformas puestas en marcha por el gobierno de Raúl Castro, sería deponer su resistencia a cambios mayores y avanzar, más rápidamente, por el sendero de una progresiva normalización, económica en primer lugar, y política después. A todas luces una jugada de muy altos vuelos, cuya urgencia convertía en un estorbo mayúsculo la pretensión de Chávez, aparentemente empeñado en construir una sociedad socialista, de hacer ahora en Cuba, abrazado quizá al Papa y ante las cámaras de Telesur, lo que hace en Venezuela varias veces al día: invocar el socorro de Dios, de Cristo, de la Virgen María y de todos los santos, con una religiosidad muy fuera de lugar en la conciencia de un revolucionario socialista de verdad. Una suerte de síntesis dialéctica incomprensible por completo para los comunistas cubanos, que bien puede ser el principio del fin del amor incondicional entre la Revolución cubana y Chávez.

    ¿Otro posible e inesperado efecto de esta visita del Papa a Cuba?


    Por: ARMANDO DURÁN
    Política | Opinión
    EL NACIONAL

     

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