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    ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA: Chávez, el iracundo



    Lo tiene indignado, desquiciado…

     

    Golpea las paredes, se destroza los nudillos, se da de cabezazos y grita desgarradoramente, confundido entre los estrujones del alma y los retorcijones tumorosos. Está gravemente herido. Según Hobbes, nada peor para un tirano que verse menospreciado en su vanidad y empujado a la muerte política. La más violenta. Es cuando les sale el dragón que llevan dentro.

    Lo recuerdo sobrado, guapo, perfilado, mayestático: “por ahora” no logramos nuestros objetivos.” (Pero prepárense, tropa de burgueses, adecos y maleantes, que lo que les viene es candela). Lo recuerdo instando a sus compañeros, los exitosos, los corajudos, los que las tuvieron del tamaño del compromiso, a rendirse (porque si no lo logré yo, no se imagine ninguno de ustedes, pendejos de cuartel, que se harán con el botín). Lo recuerdo flanqueado por Santeliz, el traidor, y Ochoa Antich, por decir lo menos: “el pingenuo”. Preparándose los tres a sentarse a almorzar, pagando quienes se olvidaron de arrancarle sus presillas, sus medallas, sus galones. Y darle una zarabanda de palos en cueros, sus vergüenzas al aire, que es lo que en un ejército de varones bragados y orgullosos le hubieran servido. Pero eso, en la España de la transición o en la Francia gaullista. En la Venezuela post saudita, broma de muchachos. Una fría, un buen bistec y un bienmesabe. ¿Un marroncito, teniente coronel?

    Después se me aparece atravesando el desierto del ridículo, flaco y de liquilique grisáceo, personajillo menor de la fauna galleguiana, recorriendo el país con algunos de sus guardaespaldas en un cacharro prestado. Los mismos espalderos que en menos que cantara un gallo superaban los mil millones de dólares en sus cuentas bancarias. Se asomaba en los mediodías soleados de provincia por los polvorientos despachos redaccionales, a ver si alguien lo metía en alguna nota, más no fuera de sucesos. O lo sentaba ante un micrófono, su debilidad ancestral. Si necesario, hasta con un cuatro destartalado. De esos que se encuentran arrinconados en las notarías. Que payaso de chiquito, no le hacía ningún asco a un buen corrido.

    Hasta que cayó en los brazos de los Vollmer, los Vallenilla, los Carrero, los Cisneros, los Arcaya, los Miquilena, los Rangeles y conoció las yuntas de ónix, las corbatas de seda, las camisas a rayas, los relojes de marca. Y los trajes cortados a la medida. Fueron unos meses viendo a la ciudad de sus ambiciones desde el Penthouse prestado por el neo empresario de seguros, aprendiendo la palabra Schedule y utilizando laptop para darle seguimiento a su afiebrado calendario de citas, encuentros, conversaciones. Me tienta nombrar a tanto empresario, académico y jurisconsulto que se le rindieron a sus pies. Pero errar es humano, perdonar es divino, como rezaba en un platillo de cerámica colgado en el vestíbulo de la modesta casita de mis padres.

    De allí en adelante, con el sorprendente interludio del 11 de abril del 2002, cuando lo mandaron por unas pocas horas a lavarse sus únicos calzoncillos a La Orchila, sólo lo vi en el histriónico papel del caudillo, el puédele todo, el mandamás, el pesa’o, el que más ha meado en Venezuela desde los años treinta, cuarenta y cincuenta. El único latinoamericano que se le montó encima al caballo, sedujo a los sunitas, convenció a los chiitas, habló más florido y mejor que una pareja de argentinos, fue más confianzudo que el tirano del Caribe, apabulló a un pequeñajo colombiano y se dejó caer por Ipanema y Leblon como y cuando le vino en gana. Marco Aurelio García lleva la cuenta de los millones de dólares que se le deben.

    Había logrado, en efecto, comprometer con fajos y fajos y fajos de billetes a Lula, el trotskista, a Kirchner, el peronista, a Ortega, el pervertido, y sobre todo a Fidel, el Mesías, y a su hermano Raúl, la China, como le llaman en los bajos fondos de la revolución cubana. Palmoteó al Rey, así saliera trasquilado; abrazó a la Reina del Imperio Británico, a la que le regaló una guacamaya y quien le ariscó la nariz como oliendo sobaco plebeyo; estrechó entre sus brazos a un escandalizado monarca nipón, el sagrado; empujó al Papa, pisoteó a Dilma Rousseff, le estampó sonoro beso a Mme Botox en plenas honras funerarias del único montonero con estrabismo. Vamos, que se permitió lujos vetados a las más altas personalidades de la tierra, como ser paseado por las calles de Bagdad chofereado por el propio Sadam Hussein en su Mercedes 600 blindado. A poco tiempo de que lo espulgaran y lo pusieran a secar en una cuerda iraquí.

    Se cuenta y no se cree. Aún hoy, ya en el ocaso de su ascensión, fulgor y gloria de 14 años con todos sus días y todas sus noches gobernando a un país geográficamente estratégico y disponiendo de una fastuosa fortuna, el mayor Poder político, social, económico y cultural jamás detentado por presidente venezolano alguno, incluido el propio Simón Bolívar, cuesta imaginárselo. No hay con quién compararlo. Hasta Carlos Andrés Pérez, un caudillo que tenía lo suyo, no alcanza al ombligo de su popularidad planetaria. Cuesta hacérselo a la idea de su decadencia, sobre todo después de haberlo visto jugando con el globo terráqueo, como el Hitler ridiculizado por Chaplin, de haber tenido a su nocturna disposición a la modelo más afamada del universo, de haber sido cortejado por Castro, el tirano más prepotente, malvado e insoportable de la historia de América Latina, de haber tenido a las dos presidentas de los dos países más poderosos de América del Sur comiendo en su mano y de haber superado a Ernesto Ché Guevara en la veneración mundial.

    ¿Chávez caído en desgracia? Debe estar pellizcándose el cachete frente a su espejo mágico, para cerciorarse sí es cierto lo que dicen los brasileños, los cubanos, los españoles, los colombianos: que un mozalbete todavía más joven que él cuando andaba soliviantando los cuarteles se lo está comiendo de arriba abajo como a un pollito de los hermanos Rivera.

    Lo tiene indignado, desquiciado, iracundo: golpea las paredes, se destroza los nudillos, se da de cabezazos y grita desgarradoramente, confundido entre los estrujones del alma y los retorcijones del vientre. Está gravemente herido. Para Hobbes, nada peor para un tirano que verse menospreciado en su vanidad y empujado a la muerte política. La más violenta. Es cuando les sale el dragón.

    En eso estamos. Aunque Ud. no lo crea. Como recomendaba Luis Herrera: a comprar alpargatas, que lo que viene es joropo.


    Por: Antonio Sánchez García
    sanchezgarciacaracas@gmail.com
    Sábado 1 Septiembre de 2012




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