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    LUIS ALFREDO RAPOZO: El día en que se derrumbó “El puente de la Mora”



    “Nadie vio algo, nadie escucho
    y nadie dijo nada…”

     

    I

    El día que se derrumbó el puente sobre la laguna y dejó incomunicado el istmo, Juanito Guaruto pensaba abrir su negocio bien temprano, para hacer un inventario y luego, procedería en marcharse al día siguiente a Caracas y comprar las mercancías necesarias a ser vendidas en su bodega. Era una costumbre grata, porque todos en la casa elaboraban su lista para comprar las cosas personales que hacían falta o simplemente complacer un capricho que querían tener para el disfrute y el ocio. Hasta su niña mas pequeña sabia que él se iría de compras y entonces le había pedido una muñeca que se chupa el dedo y se orina, después que llora como un bebe recién nacido. Juanito la complacía en todo, porque él recordaba haber jugado con lagartijas, iguanas, rabipelados, pajaritos y culebritas temerosas de sus maldades de niño; entretenimientos muy alejados de tener un camioncito de bomberos con su escalera deslizable o un trencito a pilas dando vueltas sobre un riel en forma elíptica, que cargara sus piedritas y hojas de cundeamor y cariaquito silvestre.

    Se había levantado bien temprano antes que el sol comenzara a elevarse por el este; subiendo lentamente primero, como un resplandor rojizo en la línea del horizonte que deja ver el mar y luego, poco a poco sube con su claridad y se deja ver completamente.

    Juanito, encendió el motor de la camioneta en el frente de su casa y se sentó a tomar un café recién colado, mientras observaba a los “pelícanos y tijeretas de mar”, volar desde algún lugar de los manglares, buscando la orilla del mar y perderse en la distancia hacia el oeste.

    Se puso su sombrero de pajilla, se terció su mapire y condujo su camioneta buscando el camino que lo llevaría a la maltrecha carretera llena de huecos desatendidos por años de gestiones públicas, que no miraban más allá de la plaza Bolívar y de la sede de la Alcaldía. Recorrió cerca de dos kilómetros hasta llegar a la boca de la laguna para descubrir que el puente que comunicaba “el istmo Caribe” con la carretera y que llevaba al pueblo de Uchire, se había esfumado como obra de algún mandrake de buen humor. Su imaginación le decía que el depauperado puente se había ido corriendo y saltando entre los manglares como si fuera una iguana, pero era evidente que se había derrumbado como un castillo de naipes. Sencillamente impresionante. Entonces, pensó que la falta de interés y la desidia fue suficiente para llevar al pobre puente a la tumba: una muerte fantástica, que le hubiese gustado ver para no olvidar una escena única, como de comiquita, en la cual un puente de color tierra era abordado por una legión de duendes desmontadores de estructuras, que iban vertiginosamente y en silencio sacando tornillos y juntas, para luego con un soplido de lobo feroz, proceder a aprovechar la brisa y los vientos del norte para tirar al pobre puente al vacío…

    II

    -“Se tuvo que caer durante la madrugada”, contaba un hombre en bicicleta que estaba en la orilla derrumbada. Inmediatamente, comenzaron a llegar vehículos y transeúntes que venían de las parcelas vecinas en busca de su rutina de trabajo y también se quedaron perplejos al no ver el puente y no poder pasar al otro extremo. Las aguas salinas de la laguna mojaban la orilla y las ruinas del puente se dejaban ver como si fuera un inmenso amasijo de chatarra; como si fuera un viejo barco inundado de salitre y oxido, que había expirado y dejado su último suspiro en un revoltijo de hierros y hojalatas podridas, hundidas en las aguas de cementerio marino. Afortunadamente, cuando se derrumbó el puente, no había transito alguno y no cobró vidas humanas. Algunas garzas reales y unas cuantas chusmitas se posaban en el medio de la laguna sobre los hierros caídos en desgracia, sin perder la mirada cazadora sobre cualquier cosa que se moviera entre las aguas como sapitos desventurados, camarones, pescaditos sin experiencia de la vida o cangrejos salidos del estruendo de la noche, ante el nuevo panorama que daba el puente sumergido.

    III

    Inmediatamente, que la noticia llegó al pueblo, hubo un impresionante despliegue de chismes y comentarios sobre el acontecimiento y entonces la plana mayor de la Alcaldía salió en comisión al lugar de la tragedia, para observar en el sitio, el inusitado siniestro. “Todos sabían que ese puente se caería debido a la falta de mantenimiento y que no se levantaría como hizo Lázaro ante el llamado de la voz de Jesús. No, el puente no se levantaría nuevamente por si solo” -decía una viejita pensionada por el Ministerio de Educación, que vive en una casita al margen de la carretera y que lloraba amargamente como si estuviera oyendo el final de una radionovela en Radio Rumbos, donde la protagonista muere aplastada por un camión cargado de basura: ella decía que “…no se imaginaba que el puente caería de esa manera tan cruel, dejando a toda esa gente en el istmo como si estuvieran bloqueadas por el imperio norteamericano. Para colmo de males, la laguna estaba cargada de agua y no podían pasar “a pie” por la orilla del mar, porque estaba saliendo un verdadero río de agua por la boca de la laguna”. Se quejaba entre sollozos-la viejita- y se preguntaba cómo haría para ir al pueblo a comprar sus verduras para la sopa. “Ojala-decía la viejita, mientras elevaba una plegaria al cielo- pudieran levantar el puente con un mandato bíblico, pero solo Dios tendría la respuesta de cuándo el gobierno se movería a reinstalar un nuevo puente”. Mientras tanto, era fácil entender que vendrían penurias para movilizarse y que tendrían largas jornadas de caminatas en la soledad de la carretera por falta de transporte. También pensaba-la viejita-, que haría falta una curiara para atravesar la laguna de extremo a extremo, con su horario de trabajo para tenerla disponible el mayor tiempo posible y con una tarifa solidaria.

    IV

    Cuando llegó el Alcalde Asdrúbal Méndez, inmediatamente comenzó a preguntar si habían escuchado o visto algo, pero nadie dijo nada. Solamente ‘el coriano’ que vive a escasos metros del puente y que tiene como 40 años vertiendo sus aguas negras en la laguna porque no tiene pozo séptico, dijo “que se había escuchado como un pedo gigantesco, pero como no hubo temblor, entonces siguieron durmiendo sin siquiera asomar la cabeza por la ventana. Luego, se enteró que el puente se había caído”.

    -¿Cómo es posible que no te levantaras a ver el desastre?-le preguntó el Alcalde-.

    -Usted tampoco hizo nada-le respondió “el coriano”-, cuando el puente se caía a pedazos, hedía y se retorcía. ¿Qué iba a hacer yo, cuando el puente comenzó a tirarse los pedos de difunto?


    Por: Luis Alfredo Rapozo
    luisrapozo@yahoo.es
    @luisrapozo

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