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    ARMANDO DURÁN: Chavismo o muerte (I y II)



    El verdadero y único trapo
    rojo de la revolución…

     

    I

    Pocos días después de haber tomado el poder en Cuba, el 23 de enero de 1959, Fidel Castro viajó a Caracas. “Vengo ­le declaró a la multitud de periodistas que lo aguardaban en el aeropuerto de Maiquetía­ a compartir este día glorioso con el pueblo de Venezuela”. Inmediatamente después, como si en un instante de súbita iluminación vislumbrara en todos sus detalles lo que ocurriría cuarenta años después con la victoria de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de 1998, exclamó emocionado: “¡Ojalá que el destino de nuestros pueblos sea un solo destino”.

    El acto de masas realizado el pasado jueves en los alrededores del Palacio de Miraflores para reemplazar la cuarta juramentación presidencial de Chávez, enfermo de muerte en La Habana, con la aclamación por vía popular de Nicolás Maduro, sella la suerte de aquella alianza Cuba-Venezuela, imaginada por Castro entonces, y en marcha sin reposo desde 1997. Nadie puede calcular por ahora los alcances exactos que en definitiva tendrá el destino común de ambas naciones a partir de hoy, ni las consecuencias finales de haberle entregado a Maduro la Presidencia de la República por tiempo indefinido, y no a Diosdado Cabello, a quien le correspondía, durante un plazo no mayor de 180 días, por ser el presidente de la Asamblea Nacional. Sí sabemos, sin embargo, que esta decisión, al parecer tomada en La Habana por las cúpulas de los dos gobiernos y “legitimada” por el Tribunal Supremo de Justicia el 9 de enero con el falso argumento de “la continuidad administrativa”, abre una crisis política e institucional sin precedentes en Venezuela.

    Varios aspectos del acto llaman poderosamente la atención. El primero ha sido, sin duda, la abrumadora presencia militar en lo que debió ser una jornada civil.

    Allí estaba, por supuesto, el Alto Mando Militar que hace poco juró su lealtad infinita a Chávez y a la revolución socialista, pero sobre todo estaban las milicias campesinas de Elías Jaua, ordenadamente desplegadas en la escalinata del Calvario y gritando beligerantes consignas zamoristas adaptadas al momento actual.

    Al referirse en su discurso a esta presencia miliciana, Jaua señaló que “esta fuerza militar es disuasiva”, porque “sin independencia, no hay socialismo”. Con un añadido que señalaba Manuel Felipe Sierra en estas mismas páginas el viernes pasado: “El planteamiento ideológico chavista (es decir, el socialismo en contraposición a la democracia burguesa del antiguo régimen) ha logrado penetrar en sectores populares y de la clase media”. Que es, ni más ni menos, lo que advirtió el propio Chávez en Monagas, durante la última campaña electoral, al indicar que al pueblo no le importa tener casa o trabajo, sino que él siga dándoles patria. Es decir, ideología. El pan nuestro de cada día que vivamos en revolución.

    Este ha sido el mayor éxito político de Chávez, su carta de triunfo electoral, y ahora, en el punto más menguado de su vida, porque mientras la oposición sigue creyendo que el mejor alcalde es el rey, e insiste en descartar de sus opciones el debate ideológico y pone todo el énfasis de sus mensajes en la solución de los problemas más concretos de los ciudadanos, pasa por alto la importancia que en verdad tiene para la gente la simbología del socialismo, de la patria y del amor. Y se equivocan al pensar que cualquier cosa vale con tal de eludir el debate político con Chávez y no caer en la pura cháchara, como lo descalifican los asesores neoliberales y tecnocráticos de la no política.

    Las consecuencias de ese error estratégico están a la vista. Ni en las elecciones pasadas, ni a la hora de resolver los inconvenientes de la sucesión presidencial cuentan para nada la opinión de oncólogos o de constitucionalistas, sino la sagacidad, la astucia y la firmeza política que asuman los dirigentes de oposición. De manera especial si, como ocurre en Venezuela, no existe Estado de Derecho ni normalidad democrática.

    Y, más aún, porque el alejamiento físico de Chávez, en lugar de moderar los ánimos de sus partidarios, como presumían algunos espíritus optimistas muy apartados de la realidad, los ha radicalizado hasta el extremo de que hayan rescatado del baúl de los olvidos la vieja consigna de origen cubano, “socialismo o muerte”, para suplirla por otra, que se impone abruptamente en el corazón de miles de venezolanos, suficientemente furiosos con la “oligarquía” como para cerrar filas, ¿de veras rodilla en tierra?, alrededor de sus nuevos jefes: “Chavismo (con o sin Chávez) o muerte”..

    II

    La conclusión más elemental que se desprende del simple acto de observar la conducta de la oposición es que sus dirigentes no son chavistas, aunque tampoco son antichavistas. La pregunta que se impone es si por ese camino podrá restaurarse algún día la democracia en Venezuela.

    El origen de esta ambigüedad suicida es el esfuerzo que todavía hacen muchos de ellos por seguir al pie de la letra las normas que definían aquel falso bipartidismo adeco-copeyano que murió definitivamente en las elecciones de 1998. Tiempos de pura guanábana. De adversarios sin enemistad, que diluían sus diferencias en la tranquila alternancia de unos y otros en Miraflores. Todo perfectamente de acuerdo con el diseño trazado por los estrategas de Washington para armonizar en Venezuela, como en Estados Unidos lo hacían demócratas y republicanos, los tópicos de una “democracia” bipartidista moderna.

    A partir de 1999 todo cambió de golpe y porrazo. No obstante, los partidos de oposición siempre se han negado tercamente a reconocerlo. Ni siquiera cuando el truco del quino truncó la legítima representación opositora en la Asamblea Constituyente de 1999 actuaron de manera diferente. Tanto que, desde entonces, para el chavismo no existe la opción de las relaciones peligrosas. Desde entonces, los valores pudieron pasar a ser absolutos. Todo o nada. O sea, amigos incondicionales del régimen o enemigos a muerte. Sin medias tintas ni pendejadas.

    La ruptura del esquema se había desencadenado años atrás, con el estallido del Caracazo y con los cañonazos del 4 de febrero. Poco importa que la protesta popular de 1989 y el pronunciamiento de Chávez, tres años más tarde, no tuvieran éxito. Lo que cuenta es que ambos hechos abrieron una honda e irreversible fractura política en la sociedad venezolana.

    Y que no obstante, para la mayoría de los dirigentes políticos de oposición, la vida siguió como si nada de trascendencia hubiera realmente ocurrido.

    La consecuencia principal de este no querer ver lo evidente fue, primero, el triunfo electoral de Chávez en 1998, y después, que durante 14 años, él (y ahora sus sucesores) gobiernen a Venezuela como les da la gana, mientras la oposición, víctima sin remedio de los gases tóxicos del peor electoralismo “democrático”, ha tratado infructuosamente de disimular su fracaso existencial alimentando la esperanza de ser parte del sistema, aunque este sea, por definición, radical e irremediablemente excluyente. De ahí que Henrique Capriles declarara la semana pasada, sin que ello le acarreara consecuencia política alguna, que “tenemos la disposición de colaborar con el Gobierno.” Sin duda, se trata de una larga e impecable maniobra chavista. Para hacerle creer a la oposición que, en efecto, todos son caimanes del mismo caño. Y de esa manera hacer que a fin de cuentas todo termine siendo colaboracionismo.

    El verdadero y único trapo rojo de la revolución. Véanlo bien. En esta esquina, el partido de gobierno; en aquella otra, los partidos de una oposición desconcertada, que se empeña enigmáticamente en garantizar la estabilidad política del régimen a toda costa. ¿No es acaso mucho mejor, dicen, conservar los espacios “conquistados”, por insubstanciales que sean, que quedarnos sin nada por culpa de imprudentes estallidos de impaciencia? Y nos invitan a pensar, con la cabeza por favor, no con el corazón. Y a no hacer olas que pongan en riesgo los equilibrios y los contrapesos del sistema.

    Por supuesto, esta forma de hacer oposición ha impedido el desarrollo de una fuerza opositora que actúe como cualquier oposición en cualquier sociedad democrática del mundo. Dos ejemplos muy recientes del disparate.

    El pasado 5 de enero, a la hora de designar una nueva directiva parlamentaria, los diputados de la oposición no fueron tomados en cuenta para nada. Con ellos, que representan casi la mitad de la Asamblea, la revolución, sostuvo Diosdado Cabello en su discurso de investidura como presidente de ese dichoso cuerpo colegiado, no tiene absolutamente nada que negociar. Quizá por eso, porque ninguno de ellos merece una gota de agua ni un grano de sal, 10 días más tarde, cuando la oposición solicitó un derecho de palabra en la Asamblea para plantear un justo debate sobre el la interpretación del artículo 237 de la Constitución, Cabello se los negó tajantemente. ¿Reacción opositora? La de rigor. Sólo 12 diputados de oposición abandonaron el hemiciclo en señal de protesta. Los otros casi 50 diputados de la oposición ni siquiera levantaron la vista. Conclusión: aguantar lo que sea, con tal de no verse obligados a ser de oposición. Aunque usted no lo crea, para mayor gloria del chavismo.


    Por: ARMANDO DURÁN
    Política | Opinión
    EL NACIONAL
    LUNES 14 DE ENERO DE 2013

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