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    MANUEL MALAVER: En la cama de un hospital


    La noticia que El País nunca debió publicar

    El Hospital “Carlos Arvelo” y
    el protocolo de ingreso..


    No es claro el amanecer en los alrededores de un hospital que desde los años 50 ha pasado a emblematizar una de las barriadas más populosas del oeste de Caracas.

    No es claro, y tampoco es limpio, pues desde las últimas horas de la madrugada, y viniendo de lo más profundo del límite exterior de la ciudad, empiezan a subir bandadas de autobuses que como mechurrios ambulantes sueltan nubes de humo y fuego.

    Son autosaurios rebosantes de hombres, mujeres y niños que, en razón de no llegar tarde a sitios de trabajo, estudios, citas médicas o trámites burocráticos, se olvidan del metro y prefieren los jadeos de estas unidades de transporte antiquísimas que ya se deshacen solas

    Pero lo más terrible es que tampoco hay seguridad, pues al despertar, los miles (o centenas de miles) de habitantes que antes abrían los ojos para probar una taza de café e irse corriendo a sus trabajos, ahora, al traspasar las puertas de sus casas, ranchos, o entradas de edificios se encuentran con piquetes de soldados y de milicianos de civil, que los espían bien desde garitas, o los techos de las construcciones más altas.

    Pero eso es si van a salir de la barriada, porque si se trata de entrar, en cuanto toman la Avenida José Ángel Lamas de la urbanización o barrio San Martín, que conduce a la mole aun luciente del Hospital Militar “Carlos Arvelo”, empiezan a ser bajados de sus carros particulares o vehículos colectivos para ser requisados justo por los mismos piquetes o grupos de milicianos.

    No se trata de pesquisas improvisadas como las de antes, con soldados, guardias o agentes de fusil o ametralladora al hombro y alfabetizados para leer con alguna prisa el nombre, apellido y dirección del requisado, sino que operan con ayudantes que portan computadores portátiles prestos a verificar los datos de los sospechosos.

    Listas como la “Tascón”, “Maisanta” o “Carabobo” son aquí herramientas invaluables, pero no se piense que para negarle el ingreso a nadie, sino para marcarlo de una manera imperceptible para que la vigilancia interna (también de una manera imperceptible) no lo pierda de vista.

    Pero ya adentro, y traspasado el fuerte y bien cuidado peaje del Hospital “Carlos Arvelo”, el protocolo de ingreso, o mejor dicho, de control, se torna precipitadamente más riguroso, tal si se entrara a un arsenal nuclear o a un laboratorio donde se experimentara con virus letales como el Ébola, o el A5N1.

    Aquí los escrutados (trabajadores de diversa categoría o clase), enfermos que van a la emergencia, consultas, o control, o simples visitantes que se reúnen con amigos o familiares hospitalizados) son de nuevo auscultados y acompañados por agentes uniformados o de civil a los sitios donde se dirigen.

    “Es una institución hospitalaria absolutamente militarizada” me cuenta un profesional de la medicina con consultorio en el hospital que me pide confidencialidad extrema por razones obvias “como solamente pudo haberla en la Rusia de Stalin, la Corea del Norte de los Kim, la China de Mao, o la Cuba de los Castro.

    Una institución cuyo fin más importante es preservar el secreto de un enfermo que no se sabe si existe”.

    “Preservar el secreto de un enfermo que no se sabe si existe” de nombre Hugo Chávez, presidente reelecto de los venezolanos en 7 de octubre pasado, incautado a los ojos humanos, y quizá divinos, por la férrea dictadura de los hermanos Castro de Cuba, sometido a una cuarta operación de un cáncer incurable que se sabía iba a fracasar, y devuelto a Venezuela, no se sabe en qué condiciones, si vivo o muerto, medio vivo, o medio muerto, pero en todo caso, en restos o despojos que no se quieren mostrar al mundo porque es la prueba de un fracaso: el del comunismo cubano”.

    “Y del socialismo o comunismo venezolano también” dice el profesional de la medicina con consultorio en el hospital “Carlos Arvelo” que comparte mi conversación “porque solamente unos obcecados anacrónicos, tribales, monofásicos y analógicos fueron capaces de creer por una razón fetichista, y de fanatismo ultramontano que en Cuba existía la mejor medicina del mundo. Y esa fue la causa que precipitó la catástrofe, porque si a Chávez lo hubieran atendido aquí, o en Brasil, México, o Estados Unidos, hubiera tenido expectativas razonables de vivir y gobernar muchos años”.

    Me reúno un día después con otra profesional del “Carlos Arvelo”, en este caso una enfermera con años de trabajo en la institución y con la cual comparto una amistad decenaria.

    “Desde que supuestamente Chávez llegó al hospital, mi vida se partió en dos pedazos y ahora hasta duermo dopada. Maldita la hora en que no acepté la jubilación que me salió el año pasado. Mi desgracia no sé si contártela, porque no parece creíble y lo que es más, yo misma no sé si existe: el caso es que desde ese día me siento vigilada, sospecho que interfieren mis conversaciones telefónicas, mis e mail, mis pines y cualquier medio donde quede mi firma o estampa. O sea, me han vuelto muda, inmóvil, muerta.

    Pero eso no es lo peor: lo peor es que desde que Chávez llegó al hospital se ha dividido en dos mundos: uno que va de la PB al 6 y, es, con sus restricciones, un mundo donde hay ruidos, pasos, visitas, consultas, llantos, risas, tristezas y alegrías, y otro que empieza en el 7, y sigue hacia el 8 y 9 y es como el anuncio de una realidad donde no ocurre nada, porque, personas no se ven, voces no se oyen, olores no se huelen y hasta el aire baja enrarecido, como enfermo”.

    No es, sin embargo, lo único inquietante que ocurre en la estructura sesentona que le construyó un dictador y general a sus compañeros de armas posiblemente en el momento de más esplendor físico de la institución castrense, sino que me llegan noticias de sucesos perturbadores que bajan de esos pisos “de arriba”, “los que siguen al 6″, cuando cae la medianoche y todas las angustias, las incertidumbres, las preguntas de una ciudad, de un país, parece que vuelan a posarse en aquellas cumbres que solo roza el viento.

    “Se oyen gritos, o lo que parecen gritos” me cuenta un amigo de la enfermera en uno de los bares cerveceros que abundan tanto en la parroquia San Juan, corralones de mesas con sillas donde parejas, o grupos de amigos o familiares se reúnen a escanciar sus frías y conversar, reír, y gritar. “Porque de repente parecen aullidos, o maullidos, o ladridos. Pero también se oyen llantos, y lamentos, y rezos, muchos rezos, en los que se invocan espíritus (no se si malignos) de este u otros mundos. Pasos, como de gente trotando bajan de repente en tropel y después una voz fuerte, muy fuerte, que les grita: “Alt.atenci.firmm”.

    “De arriba” nos cuenta una vecina amiga del amigo que se nos une: “De arriba salen sombras, y figuras como que se pierden el aire, y si se prenden las luces de algunas de las habitaciones se ve gente haciendo ceremonias y rituales, aves que vuelan, conejos, o cabras que corren. Con decirle que hace una noche, cuando aún no era la medianoche, escuche a un gallo cantando, a todo gañote, y no era la medianoche.

    Parroquia San Juan, barrios y urbanizaciones de San Martín, Artigas, El Guarataro, La Línea, Los Molinos, La Quebradita, la Avenida José Ángel Lamas, el Hospital Militar “Carlos Arvelo”, y los pisos , 7, 8 y 9, donde en una cama un pedazo de la historia reciente de Venezuela yace hecha jirones, entre retazos de mortaja y escapularios por que la arrogancia y fobia a la modernidad de algunos revolucionarios dejó metastizarla.


    Por: Manuel Malaver
    Politica | Opinión
    Domingo 3 Marzo, 2013, del 2013





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