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    CUBA: El rostro de los pequeños “empresarios”



    Calle de la Habana, Cuba
    “Pelear a la contra..”


     

    Al habla con Armando, dueño de una cafetería en La Habana.

    Gerardo es un “emprendedor” en la Cuba de los Castro: cuida un baño público en el malecón habanero.

    En la Avenida de Acosta, casi esquina Goicuría, en el populoso barrio de La Víbora, a 25 minutos del corazón de La Habana, funcionan dos cafeterías de comida rápida. Una frente a la otra.

    Más que competencia, existe una guerra sucia entre los dueños. Armando plantó bandera primero. “Año y medio antes de comenzar el tipo de enfrente, yo saqué licencia. Abrí el negocio para ver si con las ganancias podía terminar de construir mi casa. No tengo parientes en Miami. Comencé con 400 cuc que tenía guardados debajo del colchón”.

    Fue como la fiebre del oro. Corría el otoño de 2010 y Raúl Castro había dado el pistoletazo de arrancada para ampliar los negocios privados. Ya se sabe que entre el Estado y los trabajadores particulares en Cuba hay una relación de amor y odio.

    En 1968, un iracundo Fidel Castro, por decreto, en solo una noche, mandó a cerrar puestos de fritas y bodegas y prohibió cualquier inversión familiar. Luego, la crisis económica estacionaria que padece la Isla desde 1989 y unas finanzas públicas raquíticas, provocaron que el inútil Estado cediera espacio a la iniciativa privada. Pero con impuestos por las nubes y exceso de controles, para impedir la formación de grandes capitales.

    Antes de 2010, el trabajo privado estaba en mínimos. Era acosado por el fisco y una tropa de corruptos inspectores estatales lo desangraba con normas jurídicas estrafalarias o comisiones por debajo de la mesa.

    Raúl Castro quiso poner orden al desaguisado. Amplió hasta 181 los negocios privados y autorizó a contratar trabajadores fuera del ámbito familiar. Suponía el régimen que las nuevas aperturas privadas absorberían gran parte del millón y medio de cubanos enviados al paro tras una reestructuración a fondo del empleo estatal.

    Pero el diablo está en los detalles. A los compadres que gobiernan en Cuba no les preocupaban las labores informales de subsistencia, como aguador, cuidador de baños públicos, pelador de frutas o recogedor de latas vacías.

    Los gravámenes y el alto costo de la vida devorarían sus mínimas utilidades. El dolor de cabeza eran otros negocios, como transportistas, gastronómicos o de hospedaje, que podían enriquecerse.

    Por tanto, se crearon complicados contrapesos e impuestos, en un intento por frenar el crecimiento de las pequeñas empresas familiares. La autocracia verde olivo sigue viendo a cada persona que acumula capital como a un delincuente.

    Armando sabía de esas limitantes. Pero manejando su propio negocio, ganaría cinco veces más dinero que el pagado por el Estado. Armó a la carrera un timbiriche con tubos y planchas de zinc y lo pintó de ocre y amarillo.

    “A los pocos meses, inspectores de Planificación Física me mandaron a cerrar la cafetería, por estorbar el tránsito en la acera. Gasté 3.000 pesos (130 dólares), casi todas mis ganancias, en desarmar el tenderete y correrlo hacia atrás. Entonces ganaba 700 pesos diarios. Después que abrió la cafetería de enfrente, no paso de 300 pesos al día. Además, debo pagar más de 1.200 pesos mensuales al fisco”, señala Armando.

    El competidor de Armando, en la acera de enfrente —no quiso ser entrevistado— abrió una cafetería espaciosa llamada El Lateral. “Parientes en el extranjero le enviaron 5.000 dólares para abrirla. Consigue alimentos e insumos a precios más bajos, gracias a sus contactos en almacenes estatales. Yo tengo que comprar la carne, el pollo y el arroz a precios minoristas, como todos. No tengo nada contra la competencia, pero ésta es desleal”, asegura Armando.

    El vecino se ha llevado a sus clientes. Su local tiene un diseño moderno, meseras jóvenes y bonitas y con los mismos precios ofrecidos en el destartalado puesto de comida y sándwiches de Armando. Cuando usted le pregunta si se considera un pequeño empresario, sonríe.

    “Qué tontería. Si acaso soy un ‘metedor de cuerpo’. He leído que el capitalismo moderno se fundó gracias a pequeñas empresas familiares. Pero te aseguro que no tenían el impedimento de elevados impuestos, trabas que obligan a cometer ilegalidades y un gobierno que te caza como el gato al ratón”, señala.

    Por el noticiero de televisión se enteró de la visita de una delegación de la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Poco más. Ignora que los empresarios gringos y el cabildeo de cubanoamericanos radicados en el Norte, piden flexibilizar el embargo y abrir una cartera de inversiones para alentar a las pequeñas empresas locales.

    “No es mala idea, si Cuba fuera otro país —dice Armando—. En la nueva Ley de Inversiones ni siquiera permiten a los cubanos invertir en su propia nación. En caso de autorizarse créditos, que lo dudo, se otorgarían de acuerdo al linaje y fidelidad a la revolución. Por ahora, al menos nos dejan ‘luchar’ y podemos comprar artículos de primera necesidad en la shopping y hasta tomarnos una botella de ron por divisas. Lo otro es muela y cháchara”.

    Esperando un crédito gringo:

    Gerardo L., de 71 años, ya no recuerda cuántos oficios ha tenido en su vida. “He hecho de todo. Jugué pelota, corté caña y fui pescador ilegal. Ahora estoy aquí, cuidando baños públicos”, dice con orgullo.

    Es un tipo enjuto y fibroso de manos callosas. Viste una camisa gastada de rayas y unos zapatos zurcidos. Pero mantiene una dignidad en la mirada y un optimismo a prueba de balas.

    Reside en una cuartería tremebunda en la parte vieja de La Habana. Ni siquiera los achaques le impiden salir a la calle a ganarse un puñado de pesos y ponerle un plato de comida caliente en la mesa a su esposa y a su nieta menor.

    Pero aunque el viejo Gerardo desborda optimismo, hay que ser demasiado creativo para calificarlo como “pequeño empresario”.

    Todas las mañanas, pasada las diez, Gerardo camina un kilómetro y medio hasta su negocio, un baño portátil plástico de color azul oscuro que sirve de urinario a los clientes de tres bares colindantes con la bahía habanera.

    Cobra un peso por orinar. Y tres por evacuar. “Es que la taza está tupida. Entonces tengo que cargar mayor cantidad de agua”, aclara. Gerardo obtiene el agua para descargar el baño directamente del mar, con una lata grande que una vez fue de mermelada de guayaba, amarrada a una soga.

    “Es un trabajo arduo. Estoy hasta doce horas. Pero cuando llego a casa con cuatro o cinco cuc, le ruego a Dios que me dé fuerza para vivir unos años más, ayudar a mi esposa y vestir y calzar a mi nieta. Ellas son lo mejor que me ha dado la vida”, confiesa.

    “Pago de 100 a 120 pesos de impuestos. Mi paga como jubilado es de 211 pesos mensuales. Ese dinero, más lo que me busco cuidando el baño, solo me alcanza para comer decentemente. No me quejo. A veces, extranjeros que siempre andan por esta zona, me regalan cinco o diez cuc por dejarles tirar fotos al urinario. Supongo que lo ven como algo exótico”, cuenta Gerardo, un conversador empedernido.

    Una flota de ómnibus de turismo aparca no muy lejos de su baño. Un trío de viejos músicos ambulantes asedian a los forasteros cantando el sempiterno “Chan chan” de Compay Segundo. “Por aquí en los años 90, anduvieron Pío Leyva e Ibrahim Ferrer ‘haciendo sopa’ [cantando en bares y restaurantes]. Se sacaron la lotería cuando Ry Cooder los puso a viajar por el mundo”, recuerda.

    La fresca brisa marina alivia un tanto el calor. La calle parece un sartén caliente. Sentado en una silla de hierro fundido, Gerardo se considera un privilegiado. “Desde aquí se divisa todo. El Cristo de Casablanca, el faro del Morro, las jineteras o vendedores ilegales de tabacos que andan a la caza de yumas. También los rateros que están pa’lo que se cae del camión”.

    Los días de lluvia son malos para su negocio. “La gente no va a los bares a tomar cerveza, que es lo que da más ganas de orinar. Entonces le pongo candado al urinario y me voy a casa, a escuchar la radio”.

    En alguna parte, Gerardo leyó de las intenciones de un grupo de “americanos que quieren suavizar el bloqueo y darle créditos a los privados en Cuba”.

    Sonríe y añade: “Si eso se hiciera realidad, yo pediría un crédito y mandaría a reparar el urinario. Compraría muebles sanitarios nuevos, tecnología moderna, tú sabes…”.

    Contra viento y marea, a sus 71 años, Gerardo tiene un espíritu de ganador.

    Zapatero remendón:

    Ya Fermín A. es un veterano en esta plaza. “No seré el mejor zapatero de la Calzada de 10 de Octubre, pero sí el que más barato cobra y más tiempo lleva reparando calzados”, dice, mientras se fuma un cigarrillo que amenaza con quemarle los labios.

    La abigarrada avenida al sur de La Habana —que en 1949 retratara el poeta Eliseo Diego en su libro En la calzada de Jesús del Monte—, es a día de hoy un itinerario de calles en mal estado, salideros de agua y añejos edificios saturados de hollín que piden a gritos una reparación capital.

    Sus 100.000 habitantes sitúan a 10 de Octubre como uno de los municipios más poblados de Cuba. Por estos lares no hay hoteles ni centros turísticos. Pasada las 8 de la mañana, la Calzada se transforma en un hervidero de gente que viene y va como carros locos en una feria.

    Es sitio predilecto de buscavidas, vendedores de maní, pícaros y vagos. También de pequeños tenderos e improvisados cafés que se arman en un santiamén en portales de casas y que la perspicaz narrativa foránea ha clasificado como “pequeños empresarios”.

    Fermín A. considera que es una burla. “No puedo creer que en este paisaje folclórico, donde un impedido físico vende alhajas de imitación, otro vinagre robado anoche de un almacén, y tipos como yo reparan zapatos con viejas cámaras de bicicletas, seamos ‘pequeños empresarios’. Ahora, si como se cuenta por ahí, se van a otorgar créditos, bienvenidas sean las buenas intenciones de esos tipos, para que los yanquis levanten el bloqueo”, señala, refiriéndose a las iniciativas de flexibilización del embargo, mientras le cose una suela de goma a unos tenis que se resisten a morir.

    “Soy trabajador por cuenta propia de vieja data. Hay dos grupos. Los que estamos desde 1993, cuando Fidel autorizó al trabajo particular bajo un gardeo tributario que hacía imposible prosperar, y los nuevos, que surgieron después de 2010. Claro, mi negocio no da mucha plata ni llama la atención a los inspectores. Por tanto, no pasan por aquí a extorsionarme. Me tienen fichado como pobre diablo”, apunta Fermín.

    El sitio donde este zapatero remendón hace su faena tiene muy mala pinta. Flaco favor a su negocio le hacen tres o cuatros amigos, sentados en pequeños bancos de madera, que se pasan entre ellos una caneca de ron barato.

    “Son mis amigos. Uno es el ayudante y los otros dos siempre están por acá para darse un trago. Ya te digo que el dinero que busco, 60 o a veces 100 pesos diarios, me da para comer y tomarnos un litro de ron”, dice Fermín.

    Al lado de la mesa de trabajo, descuidadamente, tiene tirado un lote de zapatos, sandalias y chancletas por reparar. “En Cuba los zapatos tienen más vidas que un gato. Son demasiado caros. La gente los estira hasta lo imposible. Y cuando se rompen, se arreglan una y otra vez. Tipos como yo somos importante en la vida nacional”, expresa inflando el pecho.

    Sobre las cinco de la tarde, achispado y de buen humor, Fermín cuenta unos pocos billetes. “Quizás mañana me vaya mejor”, señala.

    Cuando usted le pregunta cómo observa su futuro, hace un silencio prolongado. Da la sensación que se ha dormido. Al rato, se empina un trago largo de ron pendenciero y responde:

    “No sé, yo creo que pertenezco a ese grupo que con Fidel Castro o en democracia vamos a estar siempre jodidos”, dice.

    En un viejo bolso negro, Fermín guarda su chaveta de zapatero.


    Por: Iván García
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    Cuba | La Habana
    La Habana, lunes 23 de junio, 2014

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